Valiéndose de teléfonos móviles, así como de todo medio de comunicación, desde la mensajería de texto hasta visitas a domicilio, se enseñó a la población a alertar a la Cruz Roja o a un trabajador de salud cada vez que se detectara un caso de diarrea, generándose así una reacción en cadena que terminaba con una intervención. Si bien es más fácil llegar a un mayor número de personas de manera más eficaz en una ciudad superpoblada, es también más difícil efectuar un control. Sin el sólido pilar de la comunicación, los esfuerzos de vigilancia habrían fallado.
Una cuestión de buena comunicación
Nunca fue tan evidente la necesidad de una buena comunicación urbana como en el año 2016 en Angola cuando se declaró el brote de fiebre amarilla. La fiebre amarilla, una vieja enfermedad, había desaparecido en el continente americano, pero persistió en el África rural donde se registraban de tanto en tanto brotes moderados, hasta que surgió en los barrios pobres de Luanda, la capital angoleña.
Recuperándose aún de una larga guerra civil, Angola posee una infraestructura deficiente. Muchos habitantes de los barrios pobres, al carecer de una instalación sanitaria adecuada, almacenan el agua en recipientes abiertos, terreno de cultivo predilecto del Aedes aegypti. El hacinamiento en las zonas urbanas contribuyó a la rápida propagación de la enfermedad.
La Cruz Roja Angoleña participó en una vasta campaña de vacunación dirigida por el gobierno, pero la epidemia continuó, debido en parte a la escasez de vacunas, pero también a la falta de comunicación que tuvo consecuencias desastrosas. Tradicionalmente solo se vacunaba a las mujeres y los niños, los hombres quedaron fuera de la campaña. “Ahora bien, los hombres se desplazan por el trabajo y las actividades comerciales, con lo que la enfermedad se propagó por todo el país y llegó a la República Democrática del Congo”, explica McClelland, de la Federación Internacional.
Mediante grupos de coordinación, encuestas e información obtenida de la comunidad, la Cruz Roja logró contrarrestar la situación y ajustar su modo de proceder, mientras los trabajadores comunitarios y los voluntarios difundieron mensajes de salud que contribuyeron a llevar a cabo la campaña de lucha contra la fiebre amarilla. El gobierno amplió las horas de vacunación para tener en cuenta a los hombres que trabajaban: de regreso a su aldea podían así dejar sus herramientas durante unos minutos y ocuparse de su salud.
Mantener las tradiciones
Las personas que emigran a la ciudad llevan consigo sus tradiciones y costumbres.
Por ejemplo, en Haití, cuando una persona moría de cólera , amigos y familiares se juntaban en la casa del difunto, facilitando así el contagio entre ellos y favoreciendo la infección. La gente regresaba luego a su casa y diseminaba la bacteria en su propio barrio.
En África Occidental, los ritos funerarios tradicionales incluyen no solo las visitas de los numerosos dolientes, sino también un estrecho contacto con el cuerpo del difunto. El ébola se transmite a través del contacto con fluidos corporales, por lo tanto, cuantas más personas hay alrededor, mayor es el riesgo de contagio. Dadas las condiciones de hacinamiento de las ciudades de África Occidental y la falta de saneamiento adecuado, las probabilidades de transmisión del ébola eran mucho mayores que en el campo, donde las casas están más distantes unas de otras.
El estigma también puso trabas a la acción contra el ébola. La enfermedad mató al 70% de los infectados: las familias, en lugar de admitir que alguien acababa de morir, escondían los cadáveres en la casa, acto que quizás era más fácil de realizar en una ciudad anónima que en las zonas rurales donde todo el mundo se conocía. Cuando los conductores de ambulancias llegaban a buscar un muerto a menudo salían con las manos vacías, si no con algo peor.
Roselyn Nugba-Ballah, que en el momento de la epidemia del ébola era supervisora de los equipos de entierro seguro y digno de la Cruz Roja de Liberia en Monrovia, recuerda la hostilidad.
“Nuestros equipos a menudo fueron víctimas de ataques y tuvimos que recurrir a agentes de policía para que nos acompañaran. Uno de mis equipos fue perseguido con machetes y a otro lo tuvieron como rehén en el coche. A veces, cuando encontrábamos los cadáveres, estos se hallaban en estado de descomposición por el tiempo que había pasado”.
El tradicional lavado de los cuerpos con las manos era tan peligroso que los equipos de entierro de la Cruz Roja usaban bolsas de plástico para hacerlo, lo que reavivó dificultades que ya se tenían bajo control.
“Hicimos un compromiso con la comunidad antes de los entierros y seguimos todo el proceso tradicional, aparte del lavado. Cuando explicamos a la población, esta comenzó a entender por qué la tradición del lavado era tan peligrosa”, señala Daniel James, que fue jefe de entierros nacionales seguros y dignos para la Cruz Roja de Sierra Leona durante la crisis del ébola.
En todas estas epidemias, los voluntarios y los trabajadores de salud, al trabajar en estrecha colaboración con las comunidades, pudieron obtener algunas victorias y salvar vidas. Hablaban el idioma local, describían minuciosamente lo que debía o no debía hacerse y derribaron los mitos, como por ejemplo el de que la enfermedad había sido propagada por los que prestaban ayuda. Al final, lograron superar la falta general de conocimientos que puede cundir cuando las personas viven en condiciones de hacinamiento e insalubridad y los servicios y la información de la que disponen son escasos.
Las grandes desconocidas
Hace mil años, las caravanas viajaban tranquilamente a lo largo de la vieja ruta de la seda que dividía Asia y Europa. Los comerciantes no tenían prisa y vendían aquí, compraban allá y se movían en el mundo que conocían durante muchos meses.
Hoy, un viaje similar lleva apenas unas horas. En el mundo globalizado en el que vivimos, las enfermedades que podrían desaparecer en tránsito vuelan directamente a su destino, alimentadas en los aeropuertos que tiene cada gran ciudad.
Todo lo que se necesita es una persona infectada, quizás sin diagnosticar, que se embarque en un avión.
La globalización es una de las nuevas fronteras de las enfermedades infecciosas, una amenaza que pocos podrían haber pronosticado hace solo unas décadas. Los fantasmas del bioterrorismo, la resistencia antimicrobiana y el impacto potencial del cambio climático son factores nuevos, que aún no se entienden bien. Incluso las enfermedades más conocidas pueden encerrar algunas sorpresas: después de todo, nadie esperaba que el zika pudiera hacer tanto daño.
“Desde 2010 se han descubierto unas 87 enfermedades infecciosas”, asegura Amanda McClelland. “Tomemos el Aedes aegypti, al que tanto le gusta el entorno urbano. Este mosquito transmite el zika, el dengue, el chikunguña y la fiebre amarilla, y es posible que otras enfermedades también, de las cuales cualquiera podría convertirse fácilmente en la próxima epidemia y cuyas consecuencias desconocemos totalmente”.